Age:
High School
Reading Level: 7.3
Capítulo uno: La caída
—Está roto, hombre.
—No, no lo está.
—Se ve mal, amigo.
—Es sólo un esguince.
—¿Cómo lo sabes? ¡¿Eres un maldito doctor?! —gritó Eric.
—No está hinchado y negro, y esas cosas —dijo Tom.
—Está hinchado. ¡Puedo verlo! —gritó Eric de nuevo.
—No como si estuviera roto. Mi hermano se rompió el tobillo jugando fútbol. Se hinchó como un globo. Era negro, azul, morado y desagradable.
—Está bien, chicos, por favor cállense —les dije. Tom y Eric me miraron—. Discutir no va a ayudar. No sé si está roto o torcido, pero vaya... sí que duele.
—Los esguinces son peores que las fracturas —dijo Tom.
—¿Cómo lo sabes, estúpido? —preguntó Eric.
—¡Eso es lo que he escuchado, simplemente, estúpido! —Tom respondió.
—¡Chicos, por favor! No están ayudando. Tenemos que resolver esto. Es un largo camino de regreso —agregué.
Tom y Eric lo pensaron un momento.
—Alrededor de tres millas —dijo Tom.
—¿Me estás tomando el pelo? —preguntó Eric—. Estás bromeando, ¿verdad? Más bien, cuatro o cinco millas, por lo menos. Hemos estado caminando durante cinco horas.
—No realmente —dijo Tom—. Después de cargar todo y alistarnos, diría que hemos caminado durante unas tres horas.
Eric le dio a Tom una mirada matadora. Parecía que estaba a punto de explotar.
—Tú lo sabes todo, ¿no? —preguntó finalmente.
Tom se limitó a encogerse de hombros.
—Necesito que ustedes dos me ayuden a llegar al arroyo —intervine.
El agua en el arroyo de la montaña se mantenía helada, incluso en pleno verano. Tom y Eric me agarraron por debajo de las axilas y me ayudaron a caminar, cojeando, hasta el arroyo. Me bajaron a una roca para sentarme. Me quité la bota y el calcetín, lentamente. Estiré la pierna y coloqué mi pobre tobillo en el agua fría. Después de unos minutos, mi pie se adormeció y el dolor disminuyó.
—Con su ayuda, creo que puedo regresar al campamento —les dije.
—¿Crees que deberíamos tratar de entablillarlo? —preguntó Tom.
—¿Con qué? ¡¿Moriste y volviste a nacer como Bear Grylls?! —Eric gritó.
Miré mi reloj. Eran las 4:15 p.m. Oscurecería en unas cuatro horas... aun más rápido en lo profundo del bosque. Teníamos que irnos.
—Hagámoslo —exclamé.
Capítulo dos: El mapa
—Nos turnaremos para llevar tu mochila —ofreció Eric—. Tú primero —dijo, entregándosela a Tom.
—Supongo —murmuró Tom.
Encontré una rama pequeña y resistente y traté de usarla como un bastón. Cojeé lentamente por el sendero. Mi tobillo estaba palpitando y se sentía caliente. Fui tan estúpido por permitir que esto me pasara. Sabía que la regla del senderismo era nunca pisar una roca, o un tronco, a menos que primero lo probaras para asegurarte de que era resistente y seguro. Había estado demasiado emocionado por llegar al final del camino. Allí nos encontraríamos con las grandes cataratas Velo de Novia. Solo había visto fotos de ellas y se veían increíbles. En mi prisa, pisé una gran roca. Estaba suelta y rodó. Mi pie quedó atrapado entre ella y otra roca grande. Caí duramente. Eric y Tom pudieron mover la roca lo suficiente para que yo pudiera zafar el pie atrapado. Fue entonces cuando el dolor empezó.
Eric y Tom me miraron con expresión preocupada y confundida. Debían haberse estado preguntando cómo podía cometer un error de principiante.
Yo también me lo preguntaba.
Esta vez fue enteramente mi culpa.
Luego caminamos, o ellos caminaron, al menos, mientras yo renqueaba y cojeaba por lo que parecieron horas. En realidad, fueron solo treinta minutos. Para entonces el dolor en mi tobillo se volvió demasiado intenso y les dije que tenía que sentarme. Eran las 4:45 p.m. Sabía que teníamos que seguir adelante. No podíamos quedar atrapados aquí afuera, en la oscuridad.
—Uno de ustedes va a tener que seguir adelante y conseguir ayuda —dije—. Nos estoy retrasando. No quiero que todos quedemos atrapados aquí por la noche. No podemos recorrer este camino en la oscuridad. Es demasiado arriesgado.
—Yo iré —dijo Eric—. Tú y Tom sigan avanzando tanto como puedan. Traeré ayuda.
Por una vez, Tom no discutió con él.
—Está bien, Eric, ten cuidado —dije—. Lamento todo esto.
—No te preocupes —dijo Eric.
—Nos vemos en un rato —dijo Tom.
—Así será —dijo Eric, y comenzó a bajar por el sendero.
Tom me dejó apoyarme en él, con mi brazo alrededor de su cuello. El sendero comenzaba a descender y se estaba volviendo bastante empinado. Llegamos a una curva, donde el arroyo discurría paralelo al sendero.
—Creo que deberías mojar un poco el pie —dijo Tom.
—Buena idea —exclamé.
Bajamos por un pequeño banco hasta la orilla. Me senté y dejé que el agua helada calmara mi tobillo. Tom se sentó a mi lado, arrojando guijarros al arroyo. El agua era tan clara. Pudimos ver las rayas rosadas de las truchas arcoíris mientras nadaban, brillando bajo el sol poniente.
Tom parecía sumido en sus pensamientos.
—Sabes —dijo—, nunca he conocido a nadie que haya visto las cataratas Velo de Novia. Claro, todos han oído hablar de ellas, pero no conozco a nadie que las haya visto. Ni aun mi papá. Él ni siquiera estaba seguro de cómo encontrarlas y sabe todo sobre estas montañas. ¿Conoces a alguien que las haya visto? —preguntó.
—Ahora que lo pienso, no —respondí—. Solo he visto fotos de ellas.
—¿Cómo encontraste este campamento, Wyatt? —preguntó Tom.
—En realidad, encontré un mapa de este campamento en un viejo atlas, en la cabaña de caza de mi abuelo. Lo tengo conmigo. Déjame ver en mi mochila.
Tom me entregó el pesado bulto y saqué el mapa de un bolsillo lateral. El papel en el que estaba garabateado estaba amarillento por el paso del tiempo.
—Mira, ahí está la vieja autopista 50, ahí está el camino del campamento maderero que tomamos. Aquí está el lugar del que nos desviamos, junto a la antigua casa Henson. ¿Recuerdas haberla pasado? —le pregunté a Tom.
—¿Aquella casa derruida que parecía embrujada? La recuerdo —dijo.
—Aquí está la X del campamento. Bien que lo encontramos —dije.
—Sí, lo hicimos —dijo Tom, y me quitó el arrugado papel—. Mira, está descolorido, pero aquí en la parte inferior dice algo, —Tom forzó la vista—. Dice, Propiedad de Euloquio Frías. Dice algo más... pero está tan descolorido. —Tom levantó el papel a la luz del sol—. Dice, Maldito.
»¿Qué diablos se supone que significa eso? —preguntó Tom.
Capítulo tres: Los campistas
—Euloquio —dije—, ese era el nombre del anciano que conocimos al entrar hoy. Debe ser su abuelo o su padre, el dueño de esta tierra.
Parecía que fue hace días, pero fue solo esta mañana cuando llegamos al remoto campamento. Habíamos recorrido un par de millas, por lo que parecía ser un camino usado por el ganado, de hierba, depresiones y rocas. La vieja camioneta de caza de papá había chirriado con fuerza en cada depresión y bache. Realmente no había un cartel que anunciara que habíamos llegado. En cambio, el camino había terminado en una pequeña parcela boscosa.
Redujimos la velocidad y continuamos manejando.
En el primer campamento encontramos a un hombre sentado en una mecedora, tallando un trozo de madera. Un viejo perro de caza se había echado a sus pies. Llevaba un overol de mezclilla desteñido y pesadas botas de trabajo de color negro.
Era difícil adivinar su edad, debido a la espesa barba gris que le llegaba hasta el pecho. Ocultaba sus rasgos a tal punto, que solo podías ver sus ojos, como el carbón, y su amplia nariz. Era un hombre grande. No gordo. El tipo de corpulencia que un hombre obtiene del trabajo duro. Era ancho y alto.
Nos saludó con la mano, por lo que nos sentimos obligados a hacer lo mismo. Se puso de pie, pero no caminó hacia la camioneta. Habló en voz alta desde una pequeña distancia.
—Hola —había dicho—. ¿De dónde son, muchachos?
—De abajo de la montaña, de Bethel —yo le había respondido.
—Soy Coco, Euloquio, pero la gente me llama Coco, y esta es Sheba —dijo, señalando al sabueso.
Le respondí con palabras educadas y una sonrisa.
—Una gran noche para acampar. Luna llena. Muchachos, tengan cuidado, los bosques son oscuros y densos.
—Sí, señor, lo haremos, gracias —había dicho, siendo cortés.
Seguimos conduciendo y Eric dijo algo sobre cómo ese tipo de montañés es el que nos da mala fama a los demás.
—Parece sacado de una película sobre paletos tontos —había dicho.
Los siguientes campistas con los que nos encontramos eran una pareja, probablemente en sus veintes. Estaban sentados en sillas plegables para acampar. El hombre estaba ocupado en atar un señuelo de pesca y la dama estaba espantando mosquitos. No parecían darse cuenta de que pasábamos por allí.
El camino giró y vimos otro campamento. Un hombre de mediana edad bien bronceado estaba sentado en una pequeña hamaca. Llevaba gafas de sol y mostró una sonrisa bastante espeluznante mientras pasábamos. Su campamento parecía como si hubiera estado allí por un buen tiempo. Tenía ollas para cocinar, colgadas sobre el fuego, un tendedero y una gran pila de leña. Habíamos seguido manejando, dejándolo atrás, para encontrar un lugar más aislado.
***
—¿Cómo te sientes, Wyatt? —preguntó Tom.
—Mejor. Vamos a movernos —le respondí.